Durante el 2011 estuvimos viviendo en Holanda, más concretamente en Haarlem. Dada su cercanía con Amsterdam, nuestros viajes a la capital neerlandesa eran tan frecuentes, que se podría decir que vivíamos en ambas ciudades.
Llegamos allí casi de casualidad. Cuando nos planteamos dejar Barcelona e irnos "a la aventura", los Países Bajos no los habíamos pisado nunca. La primera vez que pusimos nuestros pies en ese país fue para visitar pisos de alquiler. ¿Y porqué decidimos irnos a un país que no conocíamos? Simplemente porque mi jefe de entonces me lo recomendó. Buscamos información y vimos que podría merecer la pena. Bueno, y porque era un país con un gran nivel de inglés.
Nuestra primera elección fue Rotterdam (ni la más remota idea de porqué), hasta que decidimos cambiar a Amsterdam porque la oferta profesional era mucho más amplia. Dados los precios del alquiler en Amsterdam, un poco elevados, decidimos marcharnos a alguna ciudad a la afueras de la capital. Lo suficiente para que se notase la bajada de precios, pero no lo suficiente para estar lejos de Amsterdam. Y ahí es donde, no recuerdo porqué, terminamos decidiéndonos por Haarlem. Y allí empezamos, un 9 de enero de 2011 en un país que no habíamos visitado nunca, en una ciudad que desconocíamos hasta semanas antes, buscando piso.
Lo que vino después fue una historia de amor con Haarlem desde casi el primer momento y una historia de odio primero y amor después con Amsterdam (al menos en mi caso).
El idilio fue tan bonito que desde entonces hemos ido subiendo de forma regular. Nuestro objetivo siempre fue subir unos días, al menos, una vez al año. Aunque, por diversas razones, no todos los años lo hemos podido cumplir.
Y cada vez que subimos me pasa lo mismo cuando estamos por Haarlem y Amsterdam. Siempre la misma extraña sensación.
No hacemos nada especial, sólo pasear y estar por allí. Tomar un café en nuestra cafetería favorita, tomar una cerveza en nuestra iglesia favorita 😉, pasear por Haarlem, pasear por Leidsestraat, Leidseplein, el Jordaan,... Y siempre que estoy allí me siento como si estuviese en casa, como si viviésemos aún allí, como si nunca nos hubiésemos marchado.
Y cuando llega el último día y tenemos que marchar, siempre la misma extraña sensación, como si fuese la primera vez que marchamos.
Por un momento, es como si el tiempo no hubiese pasado. Como si se hubiese formado un pliegue temporal entre nuestro penúltimo día allí y nuestro primer día de la vuelta, y todos los años transcurridos en medio no hubiesen existido.
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